A finales de los años 80, Jennifer Connelly ya despuntaba en el cine gracias a títulos fundamentales como Érase una vez en América de Sergio Leone, Phenomena de Dario Argento, y Dentro del laberinto (Labyrinth, 1986), dirigida por Jim Henson. En esos primeros papeles, su mirada ya destacaba por su fuerza, en parte gracias a unas cejas naturales que escapan de las modas extremas.
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Durante los 90, la tendencia era llevar las cejas hiper finas, casi imperceptibles. Muchos estilos favorecían que la expresión quedase desdibujada, sacrificando la personalidad del rostro. En cambio, Connelly decidió no renunciar a sus cejas pobladas; no las afiló excesivamente, no las desdibujó. Esa elección estética se fue convirtiendo, con el paso de los años, en parte de su sello personal, junto con su melena oscura y su cabello brillante.
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Su resistencia frente a los cánones del momento no fue simplemente una cuestión de vanidad: fue una actitud que contribuyó a reforzar una identidad propia. En películas posteriores, su belleza natural y auténtica, esa forma de mantener lo personal frente al ideal impuesto, se hizo cada vez más reconocible. No es solo que Connelly interpretase papeles destacados, sino que su imagen física —ojos, pelo, cejas— potenciaba su presencia, le daba carácter.
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Hoy día, cuando las cejas gruesas y definidas vuelven a estar de moda, su estilo cobra aún más sentido. Jennifer Connelly no solo anticipó esa moda, sino que demostró que mantener lo propio puede ser mucho más elegante y poderoso que seguir tendencias pasajeras. Las cejas que decidieron no doblarse ante la moda se convirtieron en prueba tangible de que la autenticidad embellece de verdad.
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